El proceso constitucional está llegando a su fin sin que pareciera haber una opción para otro. A diferencia de lo que muchos creían, no pasó lo contrario a lo que sucedió en el anterior. Si bien las vestimentas son más grises, con menos colores, y los discursos de los consejeros transmiten menos consigna reivindicatoria, lo cierto es que este nuevo espacio constituyente estuvo también repleto de caprichos identitarios, de relecturas de la sociedad chilena y de lo que algunos les gustaría que fuera.
Como los dueños del proceso pasado creyeron que ellos y nuestra sociedad eran menos capitalistas de lo que eran, los propietarios de éste están seguros de que el chileno es igual de conservador que un grupo determinado. Sin embargo, aunque este sujeto no es liberal a cabalidad, sí cree bastante más en la libertad “valórica” individual de lo que muchos quisieron suponer cuando se rechazó el texto anterior.
Pero no es una libertad militante ni emancipadora, como de la que muchos se enamoraron en lo que podríamos llamar la “izquierda neoliberalizada”, ni mucho menos una que defienda las premisas de las sociedades liberales occidentales, sino una que va a la par con la manera en que el mercado y sus lógicas ha ido influyendo en sus vidas, en sus decisiones particulares y en la relación con el otro.
Los republicanos creyeron que, al leer al ciudadano material que compra y que cree que las pensiones son lo mismo que una propiedad heredable, habían leído todos los aspectos de quien creció en lo que algunos llaman “modernización capitalista”. Estaban convencidos de que al identificar algunos aspectos de su vida cotidiana, habían identificado a un individuo en su totalidad, sin tomar en cuenta a las nuevas familias, esas que se habían atomizado o las que simplemente habían decidido consciente o inconscientemente funcionar de otras formas a lo establecido por las religiones o la estructura hacendal que aún vive en ciertos grupos de poder del país.
Por esta razón es que, independientemente de si se aprueba o no la nueva Constitución, seguimos con una universalidad extraviada; no se ha tenido la inteligencia política para poder construir algo que establezca no sólo certezas, sino un relato bajo el cual realizar la vida cotidiana y así olvidarnos de aquello que todos quieren olvidar pero nadie puede.
Como hemos visto, esto no es así. Nos equivocamos quienes creímos que un tema de esta envergadura se manejaba según los vaivenes epocales y los cambios de ánimo de la sociedad de consumo que permea todos nuestras áreas de la vida, incluso aquellas que queremos creer que no queremos que estén bajo su imperio.
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