lunes, 12 de febrero de 2024

El gobierno imaginario de Piñera






Es cierto, la muerte de Sebastián Piñera es, sin lugar a duda, un hecho político. La muerte de un expresidente en esas circunstancias no puede no serlo, sobre todo si gobernó hace poco y estuvo tan presente en la vida política chilena hasta hace un par de días. 

Es cierto también que la política no perdona, que toda circunstancia es aprovechable para lograr un punto o un pequeño triunfo moral frente al adversario. De hecho el Presidente Gabriel Boric, en su discurso en el funeral de Estado, aprovechó de darle una señal a la derecha en momentos en que la relación gobierno y oposición no puede resolver ninguna reforma. Es decir, en tiempos en que no hay puentes entre Chile Vamos y La Moneda, Boric trató de crearlos cediendo en algunos temas, pero sin entregar por completo la oreja.

Pero no fue el único que creó un relato a partir de este hecho; el sector de Piñera trató de redibujar la historia reciente y sus controversias para transformar el funeral de su principal líder en los últimos 30 años en una manera de cobrar una a una las cuentas con el Frente Amplio y, de paso, ungir a Evelyn Matthei como nueva candidata.

En cada condolencia a la familia del exjefe de Estado, o recuerdo sobre él, se agregaba un comentario no sólo destacando lo que, según algunos, era su legado, sino también que se aprovechaba de acusar al hoy oficialismo por la injusticia con que, según decían, se lo había tratado durante el Estallido Social. 

Según la reducción simplista de la historia reciente que la memoria selectiva de muchos de los colaboradores de Piñera hizo, su último gobierno fue algo así como una isla democrática cercada por el golpismo violentista de una generación hoy gobernante que comandaba desde cuarteles secretos todos y cada uno de los puntos en que se desataron explosiones, quemas y otras acciones violentas de aquellos días. 

¿Fue así? Claramente no. Si bien hubo exceso de retórica, y varios, en la entonces oposición, hablaron y hablaron, al extremo de decir muchas tonteras por minuto, eso también sucedió en el entonces oficialismo. Acusaciones de algunos que creían vivir en una dictadura se cruzaban con otras que alegaban, desde La Moneda, intervención de dictaduras externas en el conflicto interno. 

Era una guerra paranoica en la que unos y otros luchaban por ser dueños de la verdad y darle una explicación a esa crisis social que tenía múltiples razones, y que una de las principales radica en una autocomplacencia de décadas, porque algunos creían que el mercado era la única certeza que cobijaba al ciudadano. Pero eso es materia de otro análisis. 

Según el piñerismo, lo que habría pasado era que el gobierno era demasiado perfecto, con demasiada capacidad política, la que se vio amenazada por la maldad, la perversidad de quienes querían derrocar al bien. Sin embargo, quienes vivimos aquellos días, si bien podemos hacer análisis más matizados que los que hicimos en aquel entonces, con todos los antecedentes sobre la mesa, no deberíamos olvidarnos de una administración sin olfato, desconcertada con lo que pasaba en las calles y tratando de solucionar los problemas políticos con Carabineros y luego las Fuerzas Armadas.

¿Está mal que haya estado desconcertada? No. Para nada. Muchos, demasiados lo estábamos. Pero la pregunta es qué es lo que se aconseja a quienes comandan un país, si seguir y solazarse con este desconcierto o intentar buscar explicaciones alternativas de lo que se está demasiado convencido. Al parecer lo segundo es más sensato. Cuestión de la que, como hemos visto, hoy Boric se ha dado cuenta en la casa de gobierno.

Piñera no lo hizo. Al contrario, no estuvo lejano al exceso de retórica de aquellos días, ya que dijo que estábamos en una guerra contra un “enemigo poderoso”, cometiendo un error político importante al no aquilatar lo que sucede cuando se dicen esas palabras amenazantes en medio de una crisis de tamañas dimensiones. 

No había un estadista que tomara decisiones, como se ha repetido hasta el cansancio en estos días, sino una persona demasiado convencida de que lo que pasaba era una lucha en contra de una amenaza inventada en su cabeza; alguien desconcertado-y con demasiadas certezas- que cometió errores gravísimos y peligrosísimos para una democracia que había estallado en mil pedazos; un político que no previó y, en momentos, relativizó lo que pasaba en las calles, no entendiendo que antes de ser un problema de seguridad- que lo fue, claramente-, lo que sucedía era una catástrofe política.

¿Hubo violaciones a los Derechos Humanos sistemáticas? No. Pero sí hubo acciones generalizadas e irresponsables que dieron como resultado graves violaciones a los Derechos Humanos para una democracia. Y eso, entre otras cosas, se debió a la inoperancia de un Sebastián Piñera y un Andrés Chadwick que no supieron ni quisieron tomar medidas para aminorar lo que pasaba y, al contrario, empoderaron a las policías como si fueran la única rama del Estado que valía la pena respetar. ¿Quiere decir esto que no debieron sacar la fuerza policial a la calle? Claro que no. Era una obligación ante lo que pasaba. Se debía ejercer la ley y detener a quienes estaban atentando en contra de la tranquilidad ciudadana. Pero en vez de ver a una fuerza policial que controlara la situación, lo que vimos fue el descontrol.

Eso no debería bajo ninguna circunstancia olvidarse si es que se quiere avanzar y aprender de la historia reciente del país. El gobierno de Sebastián Piñera debería ser un ejemplo de lo que la política no debe hacer cuando quiere darle cauce a los conflictos sociales y políticos. Es también la demostración más clara de que el mercado y el Estado no son lo mismo. Que un hombre exitoso en el mercado, e incluso en el ámbito electoral, como lo fue, no lo es necesariamente en la acción política grande; en la de verdad, que consiste en darle estabilidad y seguridades a una ciudadanía cada día más desolada por una modernidad que ha ido deshaciendo los pilares que la sostenían hasta finales del siglo XX.

Por lo tanto, luego de que pase el tiempo, y después de las entendibles pasiones desatadas hoy en torno a una figura como Piñera, sería bueno que se sopesen cada uno de los factores de la crisis más grande que ha vivido Chile en los últimos 30 años, y que en vez de romantizar uno y otro lado, o buscar héroes de la Patria donde no los hay, entendamos que una muerte trágica no puede cambiar la historia ni reinventarla. Y menos crear un gobierno imaginario demasiado virtuoso y que no se condice con las lamentables consecuencias políticas que trajo consigo.










domingo, 4 de febrero de 2024

La idealización de Lagos y la transición




Hay pocos políticos vivos o contemporáneos que he admirado y uno de ellos fue sin dudas Ricardo Lagos. Su impronta, enorme ego no disimulado y su comprensión de lo que eran los símbolos republicanos, eran cosas que se agradecían entrados los años 2000, sobre todo después de un gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle en el que el presidente era un adorno, un sujeto parco, casi un gerente general que salía a hacer negocios y no hacía bastante más. 

Lagos era otra cosa. Se enojaba, quería demostrar en toda discusión que era superior al otro y se sentía el representante de lo público en una democracia en la que eso perdía todo sentido. 


Cuestiones como la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado al gremio de micreros que obstruía la vía pública durante su gobierno, en aquellos años, eran gestos de autoridad bastante significativos, tomando en cuenta que la Concertación, hasta entonces, era una coalición temerosa que trataba de sortear las vallas que la institucionalidad dictatorial había puesto para que se comportara según lo que “debía ser”.


Lagos hablaba fuerte y recordaba que él mandaba, que era el Presidente y que, en una democracia presidencialista, era quien encarnaba la figura del mando. Sin embargo, no era tan así, sobre todo en medio de senadores designados y una derecha empoderada por la lógica institucional. 


Por más que quisiera, el mandatario debía, como todo gobernante concertacionista, remitirse a lo que el llamado “poder de veto” le dejaba hacer. Y esto lo llevó a cometer, desde mi punto de vista, varios errores en materia ejecutiva como simbólica, como conseguir la ampliación del acceso a la educación universitaria por medio de instrumentos como el CAE y consolidar una cuestionable alianza público-privada para construir hermosas y grandes carreteras y comenzada por él como ministro de Obras Públicas de Eduardo Frei Ruiz Tagle.


Además, durante su gobierno hubo significativos problemas en materia de corrupción en su gabinete, lo que le recordó, de nuevo, que su poder era relativo, debido a que quedó entre la espada y la pared y se vio obligado a negociar con la oposición su permanencia en el cargo, con “acuerdos” que eran más bien imposiciones en cuanto al financiamiento de la política respectaba.


¿Esto hace que su administración haya sido mala? De ninguna manera. Supo navegar los mares que le tocaron, tuvo avances importantes en materia de libertades civiles, poniendo fin a la censura cinematográfica en 2003 y promulgando la ley de divorcio en 2004, entre otras cosas, y también terminó con los llamados “enclaves autoritarios” de la Constitución del 80 (senadores designados, autoconvocación del Cosena, inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, etc).


Eso sí, el gran error de esto último, de las reformas, tiene que ver, a mi entender, con haber sobredimensionado lo que se hizo, recargando de simbolismo un acto importante que democratizaba la institucionalidad política, pero que no resolvía algunas falencias ideológicas estructurales. 


Es decir, aquello que en algún momento fue una virtud, como esa grandilocuencia republicana en toda acción, en este caso en particular fue un acto que trató de remediar cosas al parecer irremediables, como el tema constitucional, amontonando aún más basura de la que ya había bajo la alfombra.


Pero no fue sólo durante su gobierno que la grandilocuencia lo traicionó. También durante los años posteriores tomó decisiones erradas como no postularse cuando era triunfador seguro para un segundo mandato. Y luego, cuando nadie quería que se postulara, lo hizo recibiendo tal vez su gran derrota política sin aún haber competido. Demostrando que no era alguien impermeable a las ambiciones pequeñas y a la soberbia que viene contenida en ellas.


Eso es, según mi mirada, Ricardo Lagos. Un sujeto imponente, que fue avezado y que es presa de su ego para bien y para mal. Un personaje que trajo de vuelta la idea de la autoridad democrática, con todo lo bueno y lo malo que eso trae consigo. Que supo hacer cuestiones en el momento preciso, pero que en otras ocasiones se apresuró dando por zanjadas cosas que no lo estaban. Muchas veces no midiendo las consecuencias futuras.


¿Por qué digo esto? Porque a raíz de su retiro de la vida pública- tras lo que parecen esconderse sus ganas de ver en vida lo que pasaría en su funeral- ha habido un consenso bastante simplón sobre lo que es y fue en su labor, tal vez no sólo con el motivo de idealizarlo a él, sino al momento histórico que vivió.


Opinólogos de varios sectores se han empeñado en mirar con ojo acusador a todos los que lo cuestionaron justa o injustamente no con el objeto de salvar a su figura particularmente del escarnio público, sino para aprovechar de recordarnos que la “democracia de los acuerdos” fue algo así como un paraíso de la sensatez y la uniformidad democrática, donde todo se hizo por hombres de mirada larga y sin más defectos que tener demasiadas virtudes.


Y no. Lagos y todos quienes administraron la transición chilena se enfrentaron a un terreno bastante más peliagudo en el que más que acuerdos había una lógica de “salvar los muebles” de una casa que estaba en constante peligro. Se vieron contra la pared constantemente y hubo cosas que no pudieron hacer y otras que no quisieron. Y los “acuerdos” a los que llegaron fueron presiones solapadas y otras veces cuestiones en las que simplemente no quisieron profundizar.


La política no fue más virtuosa en aquellos años. Lo que pasó es que había límites de acción más claros impuestos. Los consensos estaban predeterminados antes de que siquiera se llegara a conversar y consensuar algo. Porque eran un dogma y no una acción racional. Y a veces al entonces oficialismo le molestaba y otras no tanto.


Esto lo digo porque parece de suma importancia tratar de derrumbar los lugares comunes que rondan en torno a la historia reciente de Chile. Pues, de lo contrario, se seguirá creyendo que lo que debió hacerse según circunstancias concretas, debe aplicarse a todo momento histórico. Y eso es matar la política y convertirla en una religión de la cual Lagos hoy sería el Papa. O en una acción sistematizada en la que no hay más alternativas.




Daniel Jadue y la fascinación por sentirse víctima

  Conocida la prisión preventiva ordenada al alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, por el llamado “caso farmacias”, muchas teorías al respecto ...